COMER EN UN PUEBLO
Un pueblo que se encarama en la sierra, otro que parece desplomarse en un acantilado solitario e impreciso al que parecía imposible llegar con esa carretera que cortaba el hipo y que temíamos que nunca se iba a terminar. A lo lejos, la llanura reseca y hostil de Castilla, un perro raquítico que recorre un camino polvoriento y al fondo del cielo una nube casi transparente que apenas se divisa por la luz cegadora del medio día. He visto pueblos con más torres de iglesias que personas. Ayer mismo, contemplé un acontecimiento de tres niños con la mochila cargada de libros y deberes que pasaban frente a un bar donde dos tipos tomaban una cerveza y hablaban sobre algo. Un milagro estético en una puerta de madera biselada, con clavos relucientes y un tirador de plomo para abrir las cancelas. Una encina también hace un pueblo. Pueblos rodeados de encinas. Y una finca que se llama Encinasola en un mar de árboles y setas que aparecen y desaparecen como por ensalmo en cuanto el cielo deja escapar unas gotas de lluvia. He visto pueblos con escaleras por todos los sitios y las puertas entreabiertas con cortinas deshilachadas que se mueven a capricho del aire. Y las ramitas secas, y las aceras de piedra con casas pintadas de azul y señoras asomadas a la ventana viendo la vida como la contempla a ella, y solo a ella, tan contenta, con la cama recién hecha y los muebles sin una gota de polvo. Los trastos de la cocina los ha dejado para luego porque quiere asomarse para que la vea la gente lo feliz que es cuando pasan por su calle y huele al cocido que burbujea en la olla sin prisa y a salvo de tipos glotones como yo que meten la nariz en cualquier sitio sin que les importe nada. He visto algún pueblecito que huele a pan o a pescado frito, a croquetas; pueblos que rezuman limón y vino con señores que cargan con pesadas mochilas que parecen de plomo y se les escurren de las manos. He visto gente que vive en los pueblos con hambre de ciudad pero que prefieren acostarse con el sol vencido de los atardeceres con frío, de las puestas de sol con calor, de las tardes que mueren grises y sin relieve. Pero son sus tardes, tardes con horizontes despejados, con texturas de piedra, con pisadas por las calles que sabes casi siempre a quién pertenecen. He visto muchos pueblos y he ido feliz a comer a ellos. Comer en los restaurantes de los pueblos es comer verdades refractarias al desaliento urbanita.