OTOÑO EN RIOJA

Logroño está rodeado de viñedos: las de los tres marqueses, las que casi llegan hasta el Castillo de Clavijo: Jubera y Leza por detrás y el Iregua a sus pies, las de Navarrete y el Cortijo con su montaña achatada en una mesetilla de viñedos que siluetean los meandros del río. Allí la luz no se ha andado con chiquitas y el espectáculo de los atardeceres escapando el sol por Santo Domingo de la Calzada ha cobrado especial intensidad en los días más claros, sin esa calima otoñal que difumina el escarpe rudo de los viejos montes. En La Rioja Alta los viñedos han propiciado un otoño delicado: Cuzcurrita, Ollauri y Casalarreina han destilado tonos naranjas pastel más suaves; aunque en Briones, lo oscuro de su tierra se tragaba más todavía la luz.De hecho, en La Rioja Alavesa la tierra es amarilla y los tonos de las viñas se acrecentaban como en una rica sinfonía de matices. Sin embargo, en Briones, en las suaves lomas hasta llegar a Ollauri y Gimileo, el color ha ido palideciendo más lentamente, como si el otoño no terminara de acostumbrarse al suave ritmo de los atardeceres cada vez más tempranos. Hay viñas que parecen un discurrir de setos, que se asemejan a jardines emperifollados que dibujan senderos matemáticos. Otras, sin embargo, caminan en fila india, sin triángulos isósceles, sin recovecos. Sin embargo, en las laderas es donde se dibujan los contornos más raros e indefinidos, donde las sombras no tienen parangón posible. El mar de pámpanos allí no es tal: el dibujo que percibe el espectador es como hecho a retazos, en almazuelas que se superponen unas a otras en cientos de matices. El otoño en La Rioja es mucho más que la culminación de la vendimia: es un regalo, un manantial de luz que brota y se contornea, que cada día es distinto, que apenas dura una semana pero por el que merece esperar más de un año en el calendario.



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El tempranillo se rinde al invierno con extrema dulzura, comprendiendo sus razones, con una nobleza varietal que hace que los atardeceres desde Cellórigo sean el remedo de un cuadro de Monet: luces perezosas que se cuelan en el fondo de las viñas y que rebotan en unos cielos salidos de los pinceles de Giotto: azules sin complejos, sin una nube, sin una mota que empañe la insolencia de un sol que ha convertido el declinar del verano en una inagotable sucesión de días iluminados, aún majados por un calor tan tenue que sólo acariciaba la piel si se presentaba de frente al mediodía, mirando a los ojos del horizonte, donde se confunde el carrasquedo o los pinares con las últimas laderas agrestes, esas donde sobreviven las cepas de siempre, las que se retuercen sin corsets, las que dibujan leñosas ramas que parecen músculos ancianos, rústicos, empecinados, surcados por tremendos valles, por venas enrojecidas e hinchadas por una savia vital que ahora regresa al corazón de la singular belleza de la vitis vinífera riojana, la dura cepa de sarmientos hidalgos. Hay parajes en La Rioja donde los colores de los viñedos han sido especialmente caprichosos: cada majuelo un tono, casi cada renque, cada planta disponía de su propia paleta para desafiar al repertorio inagotable del color, a la intensidad de los marrones que desfilaban en una increíble gama que se alzaba carmesí o incluso rosa para resbalar con eficacia por la una indescriptible traza de violetas, añiles, cerezas, rosas palo, marrones mil veces entreverados, ocres, rojos, anaranjados, amarillos pajizos, amarillos que coqueteaban con el ámbar o con el negro más oscuro e indefinible en hojas que estaban a punto de rodar yertas por el suelo a los pies de las vides.
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