ME RINDO A JUAN CARLOS FERRANDO

Las alubias blancas de Anguiano con codorniz rellena de foie y hierbas es uno de esos platos que definen a un cocinero y a una cocina, también a una filosofía y una forma de sentir el oficio de la gastronomía (las probé en primavera y todavía no se me ha olvidado). Esta obra es de Juan Carlos Ferrando, un cocinero absolutamente largo, con oficio, conocimiento, pasión y que encima no se da importancia ni coba con la sutileza de sus platos repletos de potencia, paradojas y sabor pero teñidos siempre de un fino equilibrio que se sustenta en el armazón de su irrenunciable modernidad. Ferrando me invitó el martes a una cena ‘gastroefímera’ con David Goerne, un cocinero alemán con una estrella Michelin que tiene un restaurante que es un castillo en Normandia. «Vente, pibe», me dijo con ese acento bonaerense entre Cecilia Roth y Mario Kempes. A mí me gusta tanto la cocina de Ferrando como su sonrisa de niño pícaro que siempre quiere jugar: «Un alemán en Normandía. ¡Fíjate!», me espetó. Tuve la suerte de cenar en la cocina, con otros dos periodistas que me dejaron casi a la espalda de la locura de los diez pases, el trabajo emplatando, el devenir de vinos y champanes de la maravillosa velada con los camareros como un ballet invisible de platos, cubiertos y copas. ¡Y cómo nos gusta esa danza! Escuchaba a Ferrando por detrás, con el chef alemán explicándonos las técnicas y sus platos y Juan Carlos sonriendo después de esa ostra con patata roja, que me llegó al alma con un champán de Mennetrier extra brut (2016), una barbaridad sólo a la altura del Selección Especial de Viña Ardanza, del año diez, un vino que es pura seda, para llorar, como le dije a Julio Sáenz, enólogo y artífice de un líquido que conjuga como pocos el alma clásica del ‘coupage’ riojano, con esa garnacha de la Pedriza que tanto amamos. Esa finca es pura piedra, un manto infinito de cantos. Sus uvas son suaves y tánicas, de taninos pulidos por el sol y el viento. Poesía vinosa. Hubo otro plato desconcertante, que ya no quise apuntar pero que me encandiló por su rareza metafísica: un tartar de jabalí, con la chiribía (un tubérculo al que no le cojo el punto) y el alcaparrón, que me lo comí cogiéndolo por el rabo y de un bocado. La vieira del alemán también estaba muy rica, como la trufa, extraña por dentro con una densidad terrosa en su textura para iniciados. Placer. Hubo dos vinos más: Martelo y un apoteósico final con un 904 Gran Reserva también de la añada que coronó la primera década de este siglo atribulado. Me gusta la cocina de Juan Carlos Ferrando porque su ser genuino surge de un profundo refinamiento, de la búsqueda de ese producto que acabas amando sí o sí y que se sostiene en notas elevadas de un elegante clasicismo.