MADRE SIN ROSTRO

Estaba asomada a su ventana y hacía frío. La cortina temblaba a merced de un aire frágil pero helador y cortante y en uno de los cristales se reflejaba su cara hundida y aniquilada por la falta de sueños. No era invierno todavía, sus hijos no iban a llegar nunca del colegio, pero estaba exhausta, vacía de todo y esperándolos, sin amores ni risa, sin presagios; hasta el deseo se le había borrado de sus senos y de su entraña. Ya no podía concebir el amor, ni las palabras de aliento, ni tan siquiera era capaz de mirarse al espejo y no ver aquellas cicatrices que habían arrasado su rostro desvencijado por el odio. Era la madre sola de la ventana que veía siempre cuando iba al colegio, la madre mustia sin hijos, la madre a la que estampaban cada día por ser y estar, por decir o por no decir, si la comida estaba buena también le pegaba, si llovía la crujía y si hacía calor la reventaba contra el suelo como una cucaracha. La madre sola de todas las madres, la madre que se sabía al dedillo cada uno de los precipicios por donde discurre el llanto y la muerte, el vacío seco y árido de la desconfianza y el silencio cómplice de los que pegan y callan cuando pegan y muerden con su boca de perro asesino. Matarían a la misma muerte, al mismo aire frágil y helador que acariciaba su cara sin rostro cuando asomaba un ojo por la ventaba y veía a sus hijos que no iban al colegio. La vi muchos días en la panadería de mi madre con los ojos enlutados y yo le daba una barra de pan sobado y me temblaban las manos como a ella le dolía no poder quitarse jamás las gafas de sol que protegían sus mejillas de las miradas asesinas y de las habladurías. Aquella madre sin rostro se me apareció ayer y no fui capaz de reconocerla.