TRAFICANTES DE DOLOR
Tengo un recuerdo lejano de Blanca Fernández Ochoa, una especie de nebulosa en mi memoria que se funde y confunde con su difunto hermano mayor, Paquito, uno de aquellos pioneros inopinados del deporte español que ganaban medallas y campeonatos en disciplinas tan exóticas como el motociclismo, el golf o el esquí, cotos vedados para la mayoría de los ciudadanos en los años setenta y ochenta. Pero, de pronto, del yermo español brotaban personajes alucinantes como Ángel Nieto o Seve Ballesteros, que ganaban a cualquiera donde fuera menester. Blanca navegaba entre aquellos genios y las generaciones de ahora para las que vencer ya es una rutina y una obligación. Quizás ella se quedó en ese terreno de nadie donde los recuerdos se hacen más tangibles que las realidades. Siempre la confundí en su carita dulce y achinada con Arantxa Sánchez Vicario, que también tiene un hermano (o varios) y que desde hace años anda enredada en toda suerte de polémicas extradeportivas. Pero en Blanca existía una cierta fragilidad de nieve a punto de derretirse, una mirada entre triste y benefactora. No lo sé, pero el espectáculo de los medios estos días ha sido bochornoso. La búsqueda al instante, las pistas de los perros, la retransmisión al segundo del desconsuelo, las declaraciones de los vecinos cazadas al vuelo como si fueran un presagio de lo que nadie sabía que iba a ocurrir o de lo que en realidad haya ocurrido. ¡Más madera! El rescate de Blanca ha sido el rescate de las teles de sus propias audiencias. Una vez más, el periodismo se mancha las manos con el dolor ajeno como si fuera una mercancía. Ojalá que Blanca descanse para siempre en paz. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja