MAGNÍFICA DESOLACIÓN

Las calles estaban vacías ayer por la tarde. El calor derretía las señales de tráfico y cuando llegué a Calahorra, a la derecha del peaje, en un descampado, una señora refrescaba a un niño vertiéndole un caldero de agua que había recogido a pulso de un cangilón de un pozo precioso y parduzco al que se le asomaba la hiedra. Cuando se levantó la barrera automática de la autopista detuve el coche a un lado bajo un levadizo metálico y me encendí un pitillo. ¿Era cierto lo que había contemplado o era un espejismo de las tardes lánguidas del ferragosto? Y emprendí la búsqueda, quería ver a la señora con el cubo de agua fresca, su vestido blanco y suelto y al niño con el pelo mojado. Necesitaba beber un poco de esa agua del pozo con hiedra y remangarme la camisa. Vi frutales desperdigados y esqueléticos, un camino tostado y polvoriento y una casa de ladrillos rojos y rotos con una puerta de chapa brillante. Mas no a la señora, ni al niño ni el pozo. Seguí oteando el panorama, los molinos de viento me miraban con las aspas detenidas y su gigante sombra proyectándose sobre mi calva. A mi vera dos o tres almendrucos resecos y un perro que me asustó con sus ladridos de rata. Mas no encontré a la mujer del agua, ni al muchacho dichoso ni una brizna de la hiedra que trepaba por el pozo. Estaba yo solo, el perro, la chapa de la puerta, los frutales sin fruta, los molinos sin viento, el peaje y mi coche bajo un levadizo que le proporcionaba la sombra que sin duda estaba empezando a necesitar. Y me encendí un cigarro, me sentí como Armstrong (el astronauta, no el ciclista) y pensé que en La Rioja, como en cualquier sitio, no hace falta ir a la luna para asomarse a una magnífica desolación.