NOA POTHOVEN
A veces cuando no puedo dormir me pongo a escribir parapetado en el silencio mismo de las palabras que no tienen duelo ni dueño y que se me escurren entre mis dedos yertos que cimbrean por el teclado como si solo me contentara explorando esdrújulas. A veces reparo en personas que no quieren vivir porque la existencia se ha convertido en un tumor insuperable, como la muchacha holandesa que no pudo más con su vida sin apenas haberla vivido; como si apurase una copa vacía y le abrumara la más absoluta de las saciedades. Qué dolor tan profundo habitaría su alma para que no quedara en ella ni el más mínimo atisbo de esperanza con 17 años. Yo, como aquella carta casi póstuma de Cervantes que descubrí en la voz de Enrique Morente, pienso que «el tiempo es breve, las ansias crecen y las esperanzas menguan». ¿Por qué Noa Pothoven prefirió el vacío absoluto? La muerte como único refugio ante las fauces de la vida; morirse hoy para que no te destruya el ayer. Me acuerdo del poema de Alcántara: «Y morirme de repente / el día menos pensado / ése en el que pienso siempre». La muerte es un acantilado de plomo donde rebotan las esperanzas como las olas que sucumben en una orilla de piedras sin refugio para la espuma. Hacer que te maten para no morirse de pena. Llorar el llanto, ensombrecerse quemada por el sol, aullar hacia los adentros con el estómago desgarrado y desolado. Noa Pothoven ha muerto de muerte naturalmente artificial. Ha dictado la sentencia que suplicaba su noche oscura del alma sin amanecer posible. Noa ya no se sujeta ni en el último pie del estribo. Maldigo las ansias de muerte que ya la habían matado cuando era niña y maldigo para siempre a sus asesinos violadores a los que la muerte espero que los reciba cuanto antes. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja