Aveces te miro como el mar, sin cansarme de verte; y me doy una vuelta por tus cosas. Por tus pequeños enseres cotidianos que flotan en mi memoria como esos recortes de viejos periódicos que acumulo entre hojas remotas de mis libros y el día menos pensado reaparecen como si nada. Hay cariños que condenamos al ostracismo y nos asaltan ahora como un asombro inopinado. Temblores y miedos de antaño que parecen agazapados a la vuelta de cualquier esquina en la que me esperabas cuando llegaba tarde. O no llegaba, porque pensaba que había cosas más importantes que mirar el mar, que es como mirarte a ti sin cansarme de verte. Tus ojos, las olas, aquellas sandalias, la pulsera que perdí, la cala roja, un vino con aquel pincho y la voz de Morente con su viejo bajel de guerra, y sobre la vela el viento y sobre el viento tú. A veces no sabemos que tenemos ojos y nos ahorramos la vida mirando sólo hacia los adentros. Y el mar siempre está ahí aunque toque noche sin luna y nos falte olfato y pericia para comprender las gramáticas de las mareas y el sabor a sal rociando la boca de tus enseres cotidianos, esos que ahora ordenas compulsiva, como si estuvieras creando un índice absolutamente perfecto de cosas y cajas. Mi orden atiende a razones que no soy capaz de comprender; estrategias que no entiendo, voces que me recibieron con el alivio de un náufrago cuando se queda a solas con el mar y pierde las horas contemplando el devenir de mis heridas reflejadas en el agua blanquecina de los amaneceres tibios sin que le atosiguen los tiburones de la vida. El mar no espera a nadie, me dicen los libros de viajes. A no ser que tú seas el mar y yo un navegante sin rumbo ni espuelas, un perfecto idiota ceñido a cualquier derrota. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja