TE AMO RATITA MÍA
Siempre que llueve aprieto a correr. Hoy no; hoy voy despacio, más despacio que nunca porque correr cuando llueve tiene connotaciones de periférica huida de uno mismo. Había salido a caminar y por eso tenía tiempo suficiente para no tener que azorarme y apretar el ritmo. Quería deleitarme con el rumor trémulo de las finas gotas de lluvia empapándome la ropa. La lluvia siempre nos hace sacar nuestro carácter defensivo ante la vida y cuando llueve, las aceras se vacían de viandantes y se llenan de atletas. Pero hoy no, hoy prefiero caminar y escuchar el zumbido del agua sobre mi chaqueta permeable y empaparme de arriba abajo como Clint Eastwood en la escena final de los Puentes de Madison con Meryl Streep. Empezando por las zapatillas y que por capilaridad, el agua –bendita agua– moje mis calcetines, y mi piel, y mis uñas… y vaya trepando por los pantalones, incluso los calzoncillos los quiero sentir mojados... Hoy no; hoy no voy a correr, hoy estoy caminando solo, con una pequeña tormenta débil y caprichosa que parecía arrepentirse de su tormentosa esencia pero que dejaba asomar un tímido rayo de luz que me permitía contemplar cómo rebotaba mi sombra en una pared que ponía: «Te amo, ratita mía». Me alucinan los ingenios de la poética popular que de pronto aparecen en los costados y en las faldas de los pueblos y las ciudades y te deslumbran como un verso de Lope de Vega. Sigo escuchando la tormenta a lo lejos, una tormenta que ya apenas bramaba pero que hacía que me sintiera vivo, a pesar de que el agua cada vez caía más suave, más lenta y yo me notaba más perezoso. Acabé con el agua, un rayo de sol y una señora que se me quedó mirando cómo si yo hubiera sido el autor de la pintada. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja