Cuenta Stefan Zweig en un pequeño opúsculo titulado ‘Las hermanas’ que no es lo mismo llamar al diablo que verlo venir. Y parece que ahora reclamamos un Satanás a cada instante acariciando con tanta vanidad los precipicios más insondables a los que como sociedad parecemos abocados por la capacidad de autodestrucción que nos agita como un perro desbocado. Ronaldo haciendo el paseíllo camino al juzgado para declararse culpable, pagar una morterada y evitar la cárcel. El tipo como un divo, sonriente a guisa de un efebo embutido en un traje y unos calzoncillos que jamás se volverá a poner. Sus gafas negras, sus zapatillas blancas, su pareja y los periodistas embargados cantando sus glorias como si fuera el sumo pontífice… de la horterada. O los taxistas como lobos ancestrales lanzándose en manada a los ‘VTC´s’ y el tal ‘Peseto loco’ en la cúspide de la algarada con los políticos incapaces de poner una solución a la movilidad ciudadana y a la libertad coartada de los viandantes a los que se les cercena el tránsito. Isabel Celaà, la ministra portavoz, ha dicho que los que denuncian el adoctrinamiento en Cataluña son los fanáticos y Manuela Carmena se rompió el tobillo al llevar a Errejón (la última esperanza de la socialdemocracia) unas empanadillas de Móstoles. El diablo, harto de carne, se metió monje, recuerda Zweig, obnubilado y quizás alumbrado por uno de aquellos pensamientos ociosos que tanto le inquietaban: nada torna a la gente más desnaturalizada e insubordinada que una larga y constante ociosidad. Quizás estemos ya tan aburridos con nosotros mismos que hayamos tomado la última decisión de autoaniquilarnos, de concitar al diablo y que se nos aparezca un fraile. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja