DOS BESOS DEL MERE, DOS

Llegó el Mere el domingo antes de comer y me plantó un beso en la cara en la mismísima puerta de la cafetería César, uno de esos locales taurinos de los alrededores de Las Ventas donde se arremolinan con miedo cerval al vacío innumerables fotografías de antiguas faenas y cabezas de toros. Y bajo ellas, en la mesas, torreznos, raciones de calamares, cazón en adobo y un sinfín de pequeñas (y grandes) tentaciones para estómagos valientes. «Te lo di en Bilbao y mira lo que pasó», me dijo Hermenegildo con esa mirada suya de niño que lleva toda una vida negándose a crecer y se esfumó. El Mere se escurrió por esas calles de Madrid donde de pronto te transfiguras y parece que nadie te ha visto. Pero yo me quedé con el beso y pensé en Bilbao, la hora exacta en la que me lo había dado y lo que había sucedido después en el ferruginoso ruedo del Botxo. Había estrenado vaqueros y hasta ruedas en el coche, pero llevaba el beso del Mere impreso y me seguía acordando de aquellos naturales y de la mirada pícara de una foto suya con la tapicería de cuero de la barra de su ex-taberna surrealista. «Te lo di en Bilbao; acuérdate de lo que pasó». Llegué a Las Ventas por la tarde y oteé el horizonte por si veía al Mere otra vez y venía a darme otro beso. «Acuérdate de Bilbao», me decía a mí mismo con un frío que se resbalaba levemente rebozado con un sudor congelado por los nervios. Pero no vi al Mere, comencé a pensar que lo de sus besos era una ensoñación mía producto de la fatiga que da convocar a las esperanzas. La corrida casi comenzó de noche pero amaneció muy pronto. Dobló ‘Hurón’ y todo había terminado. Al frío lo había vencido el llanto y dos besos del Mere que nunca olvidaré. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja