MIEDO AL ULISES

Tenía miedo a interpretar las palabras. Era un temor preventivo; no estaba seguro exactamente de lo que me ibas a decir pero prefería no escuchar lo que mis sueños atisbaban. Era un dolor incluso paranoico. No saber es como no amar; lo incomprensible destroza por dentro con una amalgama de torpezas que rebotan en el eco de lo insospechado. Por eso ya no salgo a la calle, para no confundir sus pisadas con las mías, para que no se rompa la materia que nos sustenta en la desdicha, la piedra filosofal de las controversias. No me puedo acercar para no tocarle y que se distraiga cuando murmulla frases del Ulises que nadie en su sano juicio es capaz de comprender. «Sus pies marcharon a un repentino ritmo orgulloso por los surcos de arena, a lo largo de los cantizales del muro sur». Y continúo sin salir a los parques para estar seguro de que la pleamar no me siga y cauterice mis heridas con sal de nácar en mi carne deshabitada. Ahora que ya se han ido las nubes y que sólo se cernirán en tormentas extraviadas en los días azules, ni las gafas de sol me sirven para añorar cómo se derrumbaba el último rayo de luz en los atardeceres de Berkeley Road, donde el viento tenía un chasquido dulce y Walter casi nunca me dada la bienvenida porque siempre pensaba que yo era otra persona. Exactamente eso es lo que me pasa cuando leo el Ulises: nunca me creo ser el mismo tipo porque leía dos páginas de siete libros distintos cada noche. ¡Viva el maldito idiota! ¡Viva!, aquel que andaba como los otros porque no sabía caminar como anda cada cual o porque tenía miedo a andar acompañado apenas por su propia sombra. «Sus pies marcharon a un repentino ritmo orgulloso por los surcos de arena, a lo largo de los cantizales del muro sur». Y ya era de noche. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja