La herejía de la inmortalidad

La muestra ‘El rostro de una ciudad’ bucea en el alma de los logroñeses durante siete décadas

Las ciudades se sumergen en sí mismas con la dudosa clarividencia de los recuerdos; la imagen desdentada de los niños que un día fuimos apenas resuena como un eco perdido en las ruinas del tiempo y en la cada vez más difusa niebla de la memoria. Una fotografía –cualquiera entre millones– tiene la virtud de escamotear el tiempo como si se sostuviera en el éter dibujando una única nota suspendida en el universo infinito de una sinfonía. Detener un único instante y congelarlo para siempre. La fotografía sella un pacto con el pasado desde el mismo momento que el moderno disparador actúa en silencio o el entrañable obturador de cortinilla resolvía su misterioso mecanismo. Es como un espejo sin nadie enfrente porque el modelo que aparece fue en ese instante pero ya no será nunca el mismo. Logroño, como cualquier otra ciudad del mundo, guarda su memoria fotográfica en infinidad de formatos y como si fuera un puzzle inacabable por su inmensa magnitud, millones de imágenes y retratos se amontonan por todas las casas perfectamente ordenadas en álbumes o desperdigadas anárquicamente en cajones, en baúles olvidados en altillos, entre las páginas de los libros o amontonadas sin ton ni son en cajas de bombones o de zapatos.
La fotografía actual carece de prosopopeya porque las nuevas tecnologías le han quitado su magia de acontecimiento y la han convertido en la anodina rutina del selfie. Pero hubo un tiempo en el que prepararse para protagonizar una imagen tenía rango de acontecimiento. Tanto es así que se le denominaba inmortalización. Nada más deseable para nuestra especie que burlar el paso del tiempo, nada más improbable tampoco que conseguirlo, pero se vivía en ese artificio como si en verdad fuera posible que nuestra imagen desdoblada se precipitara en el paraíso de lo que no se acaba nunca, de lo que no tiene fin. El ansia de infinito y vencer al paso del tiempo son anhelos trepidantemente humanos.

Retratos y almas
En el retrato se deposita el alma (del retratado y el retratista) y buena prueba de ello y de su evolución es la exposición que se puede contemplar en el Ayuntamiento de Logroño: ‘El rostro de una ciudad’ (Archivos Jalón Ángel y Payá, 1935-2000), en la que resulta fascinante asomarse a una selección de imágenes realizada por Jesús Rocandio y su equipo de la Casa de la Imagen en un trabajo en el que han buceado entre más de un millón de instantáneas. Uno de los apartados es el retrato y en la evolución a lo largo de décadas de trabajo de esta saga de fotógrafos se puede observar la forma en la que las modas estéticas cincelaban nuestro aspecto hasta congelar no sólo las facciones sino los pliegues del tiempo en el que fueron realizados los retratos. En la fotografía de la izquierda, de los años cincuenta, la delicadeza del artista moldea el rostro femenino hasta difuminar sus contornos con técnicas pictóricas como el ‘sfumato’ para lograr efectos casi vaporosos. Jalón Ángel era un maestro reconocido en toda España por la perfección y la calidad de su trabajo. A la derecha, la modelo desconocida se parapeta tras unas gafas de sol en un fondo ambiguo y una pose estudiada como si fuera una cantante de cualquier grupo de la movida madrileña. La mujer de la izquierda puede ser por su belleza Eva Marie Saint; la joven de la derecha quizás se preparaba para acudir a ‘Morrorock’ una noche de verano frente al Adarraga. # Este artículo lo he publicado en la sección 'La retina de la memoria', en Diario La Rioja