Hay en la cocina una especie de descreimiento generalizado. Una sensación larga y evidente como de fin de ciclo, como si todo estuviera hecho o contado, como si se cayera una y otra vez en la misma retórica. Es una sensación que me viene acosando hace tiempo, una sensación que se despertó en uno de esos congresos gastronómicos a los que acostumbro a ir en el que todos los ponentes y cocineros dijeron prácticamente los mismos lugares comunes: cocina de producto, de mercado, de temporalidad y de apego a la tierra con unas técnicas que respeten al producto. Un mensaje cansino no sólo por repetitivo sino por evidente. Cómo se puede cocinar sin producto o sin productos de temporada cuando la carta habla exactamente de eso. Cómo no se puede tener apego a la tierra en la que se desarrolla un trabajo gastronómico íntimamente ligado al espacio en el que se cocina. Es como ver un coche y explicar que tiene ruedas. ¿En ese momento me pregunté si se habían acabado las ideas o es que asombrosamente todo el mundo había llegado a la conclusión de contar las mismas cosas? No lo sé, pero el discurso generalizado ha entrado en una especie de frontera consigo mismo. Ya no hay vanguardia (¿o la vanguardia es comenzar un menú por los pases dulces?); ya no hay riesgo (contar algo que te pasa y trasladarlo a un plato); ya no hay futuro (toda la cocina tiene que ser de aquí o para aquí); ya no hay libertad. ¿Dónde quedan los cocineros que no se supeditan a lo políticamente correcto y buscan ser felices con lo que les da la gana hacer pasando por encima de modas, modismos y opiniones de los gurús que dictaminan qué es lo que es lícito y dónde se sitúa el límite que no se puede sobrepasar por nada en el mundo. Hay un punto de ruptura y es el desapego. Hay un punto que no tiene vuelta atrás y es la venta del mismo concepto y multiplicarlo por encima de cualquier cosa. Los grandes rompedores de la cocina fueron los que imprimieron a su trabajo de libertad, los grandes maestros que superaron la estética de su momento vaciando lo superfluo para ir a lo esencial. Quizás ésa sea la verdadera lección de la vanguardia, más allá de guías, premios, reconocimientos, homenajes o inconexas peleas entre el sabor y la textura. La vanguardia que fue y que ahora no es navegaba por las procelosas aguas del riesgo. Hubo quien se hundió; quien no pudo soportar vivir siempre en el límite con el agua saturando la sentina. La pregunta es si queda algo de todo eso o si es posible un renacimiento de la cocina global hinchada de mirarse tanto a sí misma como si el futuro de cada tendencia viniese marcado por una guía definida siempre por los mismos mandamientos. No lo sé. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja / Degusta