El otro día andaba con mi amigo Justo Rodríguez paseando viñedos en distintos parajes de Aldeanueva y Quel y de pronto asomé mi cabeza al horizonte y divisé a lo lejos una especie de franja blanca contenida en el cielo. Allá por donde el infinito se confunde con nubes blancas que forman una especie de tirita levemente sonrosada –asombrosamente sostenida en la misma divisoria y sobrevolando confines de manera grandiosa– aparecieron ante mis ojos los fabulosos Pirienos, como si alguien los hubiera puesto ahí para que los pudiera observar en toda su magnitud. Era impresionante y más todavía al ser consciente de que aquella mole estaba a cientos de kilómetros y era posible disfrutarla desde las tierras del Alhama o los viñedos más encaramados de Yerga. Tan lejanos pero tan nítidos a la vez, como si se pudieran tocar alargando un poquito el brazo. Ayer, sin embargo, ni estaba con mi amigo Justo ni paseaba entre viejas garnachas; aporreaba el ordenador hasta que por la magia de ‘twitter’ me tropecé con una foto de José Calvo (el único meteorólogo del que me fío) en la que aparecía la colosal cordillera retratada desde Sojuela. Y no sólo eso, sino que como buen dentista, José Calvo fue describiendo cada una de las piezas de la dentadura montañosa nombrando para los profanos cada pico: Alanos, Peña Forca, Aguerri…, y el más alto de todos, Bisaurin, que como un colmillo hincaba su punta nevada en el cielo difuso de un atardecer luminoso pero ya decaído en todo su extraordinario fulgor. Es hermoso mirar al cielo y ver un poco más allá, contemplar incluso lo que no se ve; subrayar detalles inopinados que te hagan pensar que aún podemos sorprendernos por lo que tenemos más cerca y que quizá lo que parece improbable a veces es algo menos que descabellado. Algo así como ver los Pirineos desde casa. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja