Hay una parte de esta España nuestra tan putrefacta y hostil a la inteligencia que dan ganas de exiliarse a la Ínsula de Barataria sanchopancesca o a cualquier otro lugar real o imaginario donde no salpique tanto lodo y tanta bilis. La muerte infartada de Rita Barberá, increíblemente pronosticada por Cospedal en un programa de televisión y telegrafiada la mañana del miércoles con la frialdad de un escalpelo, ha colocado al país frente al espejo de la mediocridad de una buena parte de sus élites y de la bajeza moral del resto. Murió Rita senadora sola en un hotel frente a las Cortes, extrajeron sus restos en una especie de carrito hasta la ambulancia, y después de muerta comenzó un ultraje en las redes al estilo de lo que sucedió tras el óbito del torero Víctor Barrio en julio. Luego, Pablo Iglesias le negó un minuto de silencio haciendo gala de una cobardía solo comparable a la de muchos de los compañeros de Rita, que estando en vida la negaron y le retiraron hasta el saludo en los pasillos de la Cámara, en las calles de su Valencia y en los despachos de la sede de Génova. La hicieron culpable en vida en televisiones y periódicos, pena de Telediario, rechazo social sin derecho a defenderse y sin juicio alguno que no tuviera que ver con la checa en la que estamos convirtiendo a la España de las naciones y de la biodiversidad cultural estrictamente necesaria para mantener un gigantesco sistema de intereses y medianías. Me muero de la risa y de la pena cuando dice Pablo Iglesias que Rita Barberá es el símbolo de la corrupción en España. Da igual, murió Rita el miércoles pero llevaba muerta mucho tiempo; se la había despellejado viva, asaeteado como a San Sebastián, estoy convencido de que hasta yo mismo ya pensaba de ella que era lo peor de lo peor de la España putrefacta.
# Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja