Enrique Ponce se desparramó el lunes en La Ribera sentándose en el estribo herido en su orgullo más íntimo porque Manuel González, presidente de la corrida, no le había concedido la segunda oreja, decisión acertada para unos y equivocada para la mayoría (entre los que me encuentro). Se acomodó Enrique en el estribo cariacontecido y hundido como si la dichosa oreja fuera una cuestión de Estado, una necesidad primordial para seguir viviendo, el último clavo ardiendo donde agarrar el futuro de su carrera. Ponce sin la segunda oreja en Logroño parecía un tipo decapitado con una gestualidad desafiante y exagerada, a pesar de sus 27 años de alternativa y su impresionante trayectoria vestido de luces. No me imagino yo a Antonio Ordóñez o a ‘El Viti’ montando una tremolina como la de Ponce del otro día en La Ribera, aunque llevara razón el torero valenciano en su reclamo orejil. Pero si lo que hizo Enrique, recién nombrado cofrade del vino de Rioja, no me gustó, peor fue lo escrito por el más sectario de su periodistas de cámara, Del Moral, con el que en ocasiones se fotografía fundido en fraternales abrazos: «El castigo le llegará al dichoso sujeto de la afrenta (por el presidente del coso de La Ribera) desde los infiernos… Y las tripas se le revolverán cada día que le resta de vida hasta los inaguantables retortijones finales de su tristísima muerte que espero y deseo tarde muchos años suceder». (sic) Del Moral es algo así como los espejos cóncavos y convexos del Callejón del Gato, el periodismo esperpéntico en su máxima expresión, lo más rancio de la caverna ‘poncista’, ese grupillo de asalariados que vagan por las plazas al rebufo del gran torero de Chiva. Si yo fuera Ponce procuraría que semejante sujeto con pluma en ristre no me viera ni en pintura, y como cofrade de Rioja le prohibiría hasta el vino. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja