Te trepa. En mi caso comienza por los pies, por el dedo gordo concretamente. Allí se instala una especie de braserillo que consigue llegar con el tiempo a la oreja derecha, exactamente donde acaba deslizándose un pequeño manantial salino y abotargado que se convierte en un lago hirviente, algo así como un glacial pero al revés con el contacto con las gafas. Las cejas parecen atolones, la nariz mía en agosto es un espigón y arde como nunca en un septiembre desbocado de acería y altos hornos por Jorge Vigón. Fuego tenso que comienza a iluminarse pronto y que se desparrama por los espacios que marca el reloj con una brasa que se pega por la noche en unas sábanas empapadas de suero del alma de vulcano. Te trepa y se apodera de cada poro, de cada pliegue, de cada instante donde se resumen minutos extendidos como si fueran horas en azogue, lumbre y asaduras culminadas de nuevo en una respiración sincopada y agitada. Nace en el gordo dedo y sube hasta la coronilla espesa y con tonsura que me adorna desde que de joven me convertí en un viejo prematuro, sin pelo y sin coleta. Sol que se esconde pero que parece estar, sol venenoso que rebota en las paredes y se multiplica en el suelo de baldosas ardientes pero sin deseo. El sol no trae amor en las piscinas coquetas de las urbanizaciones, se disipa en el agua con un ritmo de colores inexactos en bikinis, bañadores y taparrabos. La moda de verano impone a gente con calzones por las calles, pelillos al aire que desafían la cordura con la insensatez del divo o culos altivos de jóvenes aprendices de adolescentes que desafían a la gravedad del conformismo. Hay palomas con menos vuelo, con menos apreturas y yo me escondo en los portales porque no atino a ver lo que me depara el sueño de los días sin siesta. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja