CARTA A ERREJÓN

Mi abuelo Jesús era un hombre testarudo, un tipo seco, serio, honrado a carta cabal, de vocación agricultor y empresario en un buen número de negocios que nunca llegaron a fructificar como él tanto quería. En el barrio le llamaba todo el mundo ‘señor Jesús’, desde los niños a los que vendía golosinas en su tiendita con mi abuela Pilar, hasta los rudos estibadores de aquel puerto seco de la desaparecida alhóndiga tras la estación de autobuses. Iban al bar la Bodeguina, del venerable Mundo y se metían unos copazos de Sol y Sombra que se mezclaba con el olor de las cajas de pescado y las maletas que acarreaba el graciosillo de Cando, que tenía una especie de moto con visera y carrito. Mi abuelo era de Cucho, un pueblecito del Condado de Treviño y luchó en la Batalla del Ebro con el Ejército Nacional, por el que fue reclutado sin miramiento alguno para que fuera a la guerra sin rechistar. Mi otro abuelo se llamaba Pablo y nació en Miguelturra (Ciudad Real), tocaba el piano, la ocarina y la caja; era medio torero, hacía el ‘Don Tancredo’ embadurnándose el cuerpo entero de harina para que no le oliera el toro cuando se quedaba quieto y soñaba los poemas que le escribía a mi abuela Dámasa con el soniquete de Marchena, aquel cantaor que me enseñó a amar. Como era músico, lo convirtieron en soldado y tocó en una banda republicana por la zona de Don Benito (en la parte de Badajoz), donde hizo la guerra con los rojos por edicto del presidente de la II República. Cuando acabó la guerra lo mandaron a un campo de concentración y después a su pueblo. Creo que Jesús y Pablo llevaban alpargatas los dos, igual que mis abuelas, y al igual que toda aquella pobre gente que el destino los mandó a la peor de las guerras, a la más incivil. Señor Errejón, mis cuatro abuelos eran los mejores. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja