ABRIR LOS OJOS

Escribe Guillermo Fadanelli en su novela ‘Hotel DF’ que el único privilegio del periodista Frank Henestrosa era abrir los ojos a la hora que le viniera en gana. A cambio había tenido una vida de perros, una más en este planeta. Con el tiempo (y las ridículas lecturas que frecuento) he acabado por comprender que la civilización que llevamos varios cientos de siglos construyendo consiste en algo tan obvio como mirar por la ventana en una colosal ciudad de edificios vacíos y mil veces replicados aquí o allá. Ventanas imposibles que se ofrecen a calles oscuras donde ya no juega ningún niño; avenidas repletas de pesado lodo que se pega a las botas como un chocolate estúpido y marrón compuesto por una sustancia que apenas huele pero que está infectada por todas las enfermedades sintéticas. Todas ella creadas en laboratorios donde los científicos buscan desesperadamente la cura de mi Alzheimer escribiendo artículos de fondo con faltas de ortografía. De pronto suena en una radio un gol, otro gol anestesiado producto de una jugada estupefacta de una máquina del balón, una máquina perfecta e incansable que es capaz de jugar dos partidos a la vez y en estadios distantes como el sol de la luna. Pero no es verdad nada, todo lo que tenemos es una maldita ensoñación producida por el privilegio de abrir los ojos a cualquier hora del día, días sin mañanas ni tardes, todo como una noche perpetua de proxenetas y alcohol de quemar. Me pasa lo mismo que a Frank Henestrosa, allí donde ponía la mirada acababa vomitando de tanto perseguir la misma idea a sabiendas de que siempre seremos superados por el tiempo, sea a base de madrugones o amaneciendo por la tarde con la cabeza destrozada de una resaca de tantas vidas inmaculadas, como la de la novia que nunca tuvo el artista Henestrosa, un tipo tan imbécil que me recuerda a mí. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja