NO ME DUELE LLORAR

A veces siento una inquietud que me transporta a paisajes interiores de mi alma que me parecían imposibles y casi desconocidos. A veces, el desconsuelo se apodera de mí mismo como si el mundo fuera un aciago devenir de circunstancias que me sobrepasan, que se colocan irremediablemente fuera de mi alcance. Y entonces, tiemblo y me siento como un niño desvalido que busca entre las sábanas de la cuna el roce necesario del calor de la madre. Es decir, el miedo es instintivo, una sensación que me acaricia cuando no puedo soportar pensar en el mañana como una dicha sino como un auténtico desafío al presente que acecha su turbamulta de inconvenientes. Hay como algo incontrolable en estas sensaciones de pánico: un agarrotamiento que no me deja pensar, un acento metálico de melancolías que se parapetan en el miedo y, a veces, en el dolor de no saber apenas nada de uno mismo. Ni soy, ni fui, ni me espero cada mañana como me dejé ayer al acostarme. Tengo miedo al hielo infinitesimal de la muerte, pavor a la desventura, complejo ante la razón, pereza ante la duda. Me imagino hoy y no veo al tipo de ayer que se creía tan seguro cuando se afeitaba con una pequeña guillotina resbalando por la garganta a sabiendas de que yo mismo no me iba atrever a herirme. Y es tan fácil soñarse en lo bueno que no hay nada malo que pueda sucedernos. Sin embargo, al segundo siguiente ya he dejado de pensar en lo contrario. No me temo frágil porque la desnudez es lo poco que nos va quedando. No me cambio por nadie porque nadie nunca ha sido tanta gente. No me duele llorar y hacerlo público porque de la terquedad he aprendido que las calamidades nos engrandecen y nos fortifican a pesar de nuestros cimientos de barro. No tenga miedo a la desesperanza porque con ella nos hacemos añicos. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja