FARGO

Aunque soy más cinéfilo y novelesco que seguidor de series televisivas, confieso que me he enganchado a Fargo y que una vez devorados todos los capítulos de forma compulsiva a través de toda suerte de plataformas –incluido el móvil–, ya padezco un síndrome de ausencia y de vacío terrible sin Lester Nygaard y Lorne Malvo asesinando y asesinándose en esa especie de atmósfera estúpida y congelada en la que se desarrolla esta inverosímil trama naturalista inscrita en la América más que profunda de los hermanos Cohen. Hay como un rencor de muerte en esta antiepopeya del hombre. La autocomplacencia de personajes aparentemente bobos y sin doblez hace que se transmuten en asesinos de una pieza hurgando en cada secuencia de las diez horas de la serie un paso más allá en su insipidez para dibujar escenas tan absurdas como plausibles en esa lógica del aplastamiento de la conciencia en la que los hombres y las mujeres transitan de una sociedad ordenada y absolutamente jerarquizada a una especie de Estado de Naturaleza en el que desaparece cualquier brizna de compasión. Muerte que se acumula con la lógica de una lavadora ruidosa, muerte que acecha en un bar familiar donde no se sirven cervezas o en un lago helado y traidor; en un ascensor o en tu propia oficina cuando viene un matón y te arrastra hasta el maletero de su coche mientras tus compañeros se llevan la mano a la boca como no creyéndose lo que sucede ante sus narices pero realmente preocupados por los regalos del Día de Acción de Gracias. Fargo es, como diría Agustín García Calvo, el mundo que yo no viva, pero al revés. Un frío polar que congela las neuronas en un universo de revanchas y odios africanos en llanuras de nieve inacabables en las que nunca se sabe donde empieza el cielo o termina la tierra. Un Puerto Hurraco a la americana pero sin España negra. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja