JOSÉ RAMO ME ENSEÑÓ A LEER
Hace apenas unos meses me encontré a José Ramo paseando por el casco viejo de nuestra ciudad. Siempre que lo veía quería acercarme a él y mostrarle mi infinita gratitud por aquella forma que tuvo en el instituto de enseñarme a amar la literatura. Es más, recuerdo como si fuera ahora mismo sus increíbles clases sobre Cervantes y tengo la sensación de que con José y no con otra persona fue con la que en realidad aprendí a leer. Cuando lo veía en la feria del libro o simplemente paseando por la calle jamás me atreví a mostrarle mi gratitud. Sin embargo, aquella última vez que me lo encontré me despojé de cualquier miedo insensato y le di las gracias por aquellas inolvidables clases de literatura. Se emocionó, me estrechó la mano con ese sentido etimológico de la cordialidad y me contó que estaba muy enfermo y que sabía que le quedaba muy poco tiempo. Ciertamente, me estremecí. Si yo había sido capaz de desnudarme un poco y compartir con él todo lo que significó en mi vida, él, roto como estaba en sus adentros, me desveló que era más que consciente de que tenía las horas contadas. Nunca me he arrepentido menos de uno de mis actos. Recuerdo ahora con claridad cómo se le inundaron levemente los ojos cuando le conté el recuerdo de sus clases y que guardaba sus apuntes de San Juan de la Cruz o de Góngora como oro en paño, y que más importante que todo lo que me enseñó era el profundo amor con el que lo hizo. Charlamos unos diez minutos, me preguntó a qué me dedicaba y me dijo que la enseñanza y la escritura eran las vocaciones de su vida. Si tengo recordar un maestro en mi vida sin duda es José Ramo, sus clases austeras, su elegancia formal y esencial, su respeto, su categoría de profesor de Instituto y de amante infinito de las palabras. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja