CONTRA LAS MULTITUDES
Contaba Jorge Semprún en sus memorias que cuando estaba prisionero en el campo de concentración de Buchenwald, además de todas las torturas y vejaciones indescriptibles que padeció y contempló, lo más duro era la ausencia de intimidad. No había el más mínimo resquicio para la soledad, para el espacio personal, para estar solo. Así que recurrió a recitar poemas de memoria para lograr aquel anhelo apenas unos instantes. La poesía como reclusión en uno mismo, como defensa ante la intemperie agotadora de la muerte, de la mirada inquisitorial de los guardianes nazis, de las atrocidades, del propio miedo a morir. La soledad con uno mismo como refugio ante la muerte, ante la desesperación de saber que el futuro quizás estaba en manos del repentino cambio de humor de los asesinos de los que dependía su vida y la de todos aquellos desgraciados que estaban prisioneros en los campos. Cuando estudiaba BUP en el Sagasta me debatía unas semanas entre ser Federico García Lorca o San Juan de la Cruz, vivía con pasión la poesía introduciéndome literalmente en la piel de Antonio Machado, Alberti, Jorge Guillén o Agustín García Calvo. Escribía mis malísimos poemas aspirando al malditismo impostado que a veces adivinaba en los endecasílabos y los pies métricos latinos de Agustín, de su editorial Lucina, de aquel ‘Libro de conjuros’ que no me dejaba vivir a pesar de que a duras penas podía entender el significado de «caes no sabes adónde: estoy cayendo». Ni del «¡Yo imposible! Ni fui ni soy ni puedo ser lo que soy». Ahora pienso en aquellos días en los que quería ser poeta y no me reconozco, a duras penas puedo comprender el valor ni el significado de aquellos textos que no me dejaban dormir. ¿Me habré muerto?, pienso. Quiero regresar a la poesía para volver a estar solo en este mundo donde nos hemos vuelto una multitud. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja