AYER FUE UNO DE ENERO

Cuando un nuevo año amanece en el calendario se me llena la cabeza de nobles propósitos tanto para mí y como para mi cuerpo como para el resto de la humanidad, incluso para con los seres más cercanos con los que tengo la dicha de convivir bajo un mismo techo o con los lejanos a los que saludo en el bar, en el trabajo o con los que sólo tengo en común ser bípedos implumes y deambular por esas calles. Y como todos los años, llegó la bacanal de la Nochevieja, con sus turbamultas etílicas, con los cotillones rebosantes de esas muchachas que vi desde mi coche con minifaldas imposibles y un séquito de atildados pretendientes con trajes como los que lleva Messi cuando le dan el Balón de Oro. En ese momento se detiene el tiempo y nadie repara en los estragos de las mañanas del día siguiente sin otro rocío que un lejano rumor a whisky y un dolor que trasciende de las rodillas a las meninges. Siempre, y a pesar de todo, llega el uno de enero (es decir ayer); y te ves en el espejo exactamente igual que antes, con los mismos jirones en el alma, las mismas heridas en el corazón y un día más atribulado. Es la jornada hueca de las persianas bajadas, de los cuartos oscuros, de las calles vacías en las que apenas cuatro niños se entretienen con los petardos que sobraron en casa o con la pelotita que no para de botar en la escalera al lado donde duerme el amante solitario que no supo dar a la caza alcance la noche anterior. El uno de enero siempre me ha parecido un día ridículo, un estrambote en el calendario que apenas pone paz en los telediarios y que tiene el descaro de repetir por la tarde el concierto de Pablo Alborán de Nochevieja o esa calamidad de los Morancos con la que el Ente despidió el glorioso año en el que Belén Esteban dio el salto a la literatura y tuvo la desvergüenza de vender más libros que Juan José Millás. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja.