LA TUMBA DEL HIJO DE VALLE INCLÁN
La muerte me inquieta tanto que prefiero no mirarla a los ojos; la esquivo hasta en esas noches de tormentas interiores en la que se suelen asomar nuestros recelos como los niños a los acantilados, con infinito respeto, pero con ese punto de inconsciencia que aletea en el brillo de los iris imantados por el peligro infinito de lo que se desconoce y atrae con similar fuerza. La muerte es nuestro único destino seguro. Seamos cómo seamos, al final del camino nos espera la parca con todas las inquietudes de nuestra existencia y sin ninguna respuesta. Somos criaturas nacidas para morir y ese fin quizás nos desvela el absurdo de no saber nunca qué será de nosotros cuando cerremos los ojos por última vez. Por eso vivo como si no existiera, a sabiendas de que mañana mismo me puede reclamar para saciar su insaciable ferocidad asesina. Morimos un poco cada día, me digo cada mañana a pesar de que los amaneceres son como una pequeña victoria frente a ella. Pero apenas desbrozo mis ojos de las legañas siento su presencia tácita, implícita, evidente y explícita. No suelo frecuentar los cementerios, pero cuando paseo por ellos no puedo parar de leer los nombres de las lápidas, la edad de los finados, los detalles de los epitafios. Ayer estuve en Cambados (Pontevedra) y fui a visitar las ruinas de la Iglesia de Santa María de Dozo, y cuál fue mi sorpresa al encontrarme que todo el lugar era un camposanto, tanto el exterior del templo, como las naves de la vieja vasija, donde las lápidas carecen de cualquier jerarquía y orden. Entonces, en mitad de aquel desconcierto dieron mis ojos con la pequeña tumba de Joaquín María del Valle-Inclán, fallecido en 1914 con apenas cuatro meses de vida e hijo del Marqués de Bradomín, que es como me gusta llamar a Valle desde que leí en su Sonata de Otoño como se le moría Concha, aquella prima gallega que había sido su primer amor. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja