
Cumpliré con mi conciencia y con mi país, ha dicho Aznar. Un segundo después, quizás menos, el PP ha entrado en una especie de estado de agitación conmovido por las palabras de un ex presidente al que no se le adivina ya ni el bigote pero que deambula entre la FAES y las sombras de ese horror que conforman Gurtel, Bárcenas y las desinencias de la boda de su hija en los fastos de su mayoría absoluta, aquella que le elevó a los cielos y le hizo perder la cabeza, el contacto con la realidad y a veces pienso que hasta consigo mismo, como si hubiese abandonado su cuerpo sin fracturar su hermética piel. Rajoy es la herencia directa de la contemporización de Aznar con todo lo que le suponía la molestia de parecerse a lo que él mismo había proclamado como regeneración democrática y que le llevó a la Moncloa en la lenta y turbia agonía de un felipismo desbravado en las sórdidas playas de la corrupción. Aznar se corrigió a sí mismo en la segunda legislatura y se creyó algo así como el monarca bigotudo de la derecha, como una reina madre que no tenía oídos más que para todos aquellos que le bailaban el agua de la adulación. El caos se apoderó de la inteligencia y entró en los terrenos del apaciguamiento fuera y dentro de su partido. Organizó su sucesión y le salió un churro, cargó contra sus principios e impuso la teoría del mínimo riesgo y no fue capaz ni de hacer la reforma laboral que ahora reclama. El PP se sintió huérfano de sí mismo y a María San Gil le sucedió Basagoiti. El congreso de Valencia, el de la reafirmación de Mariano y Soraya, supuso el último coletazo de la deserción del aznarismo. Y sale y amaga, dice y no dice, calla y habla a la vez. Aznar ahora es el pasado de sí mismo y no hay vuelta atrás. Rajoy lo sabe mejor que nadie y por eso sigue sonriendo ufano aunque ya no haya esperanza para casi nada.
# Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja.