CÁNDIDO Y ENCARNA
Cándido. Poco más sé de él. Andaba yo disfrutando de una gordilla con mi buen amigo Luis (pagaba él, como siempre) por los bares de la ciudad en fiestas y se me acercó Cándido. Mirada afable y honda, barba corta y blanca, cara redonda de jubilado feliz y de juvenil sonrisa. Usted es periodista de Logroño, me dijo. «¡Qué ciudad!», exclamó. Fíjese, continuó el relato, «hay muchos días en los que cojo el autobús a primera hora desde Arnedo sin otro fin que ir a desayunar a la terraza del Ibiza». Me fue explicando con todo detalle y roto de emoción que le gusta caminar por Logroño, ver las gentes cómo vienen y van por la Gran Vía (no me acuerdo ahora de qué Rey), los paseos peatonales y los escaparates. «Las mañanas de Logroño son incomparables, muy movidas y repletas de cosas». ¿Y dónde come?, le pregunté. –«Ah, no. Como en casa, me vuelvo a Arnedo porque la siesta es sagrada y me la echo en mi cama que es donde más la disfruto». No me lo podía creer. «Pregúnteselo a mi señora». Y justo en ese instante apareció ella. Guapísima, doña Encarna. ¡Anda, es usted el periodista de Logroño!, me espetó. Le contesté que sí, pero que no era el único. «¡Qué ciudad!», exclamó, al igual que Cándido. Es que a nosotros nos encanta ir a Logroño a desayunar a la terraza del Ibiza y pasear por el Espolón. ¿Y comer?, le cuestioné inquieto. Nunca, me dijo. A mi Cándido la siesta le priva y sólo la puede echar en casa, a la fresca y en su cama. Cándido y Encarna, como una aparición al periodista de Logroño que andaba ensimismado por la gordilla que me había pagado Luis (como siempre) un mediodía de vermú en las calles festivas de Arnedo, el mejor pueblo del mundo para que mi amigo Cándido sea feliz con su siesta y su amada Encarna.