LA PLAZOLETA

Camino en silencio por aquel parque redondo al que de niños llamábamos la plazoleta. Tenía una impersonal fuente en el centro y en los extremos del círculo una colección de bancos en los que se sentaban en corro los jubilados, los borrachillos del barrio y algún despistado que dudaba entre el autobús y el tren. El círculo mágico de mi infancia era en sí mismo una encrucijada en la que se entrelazaban las rutas de los viajeros de los coches de línea y los más cosmopolitas de los ferrocarriles; sobre todo cuando a la caída de la tarde se apoderaba de la estación el modernísimo TER, con su panza plateada y sus alas blancas sobre un fondo de azules deslumbrantes. Cuando llegaban mis tíos de Madrid, yo iba con mi hermano una hora antes a la estación para disputarnos el altísimo honor de ver cuál de los dos adivinaba antes el primer destello de la ciclópea luz que coronaba la cabina del maquinista. Era tan poderosa aquella llama que cuando dejábamos de adivinarla y nos enfocaba directamente a los ojos, nos deslumbraba hasta casi cegarnos. El tren enfilaba la recta de la estación, bajaba la intensidad del foco incandescente pero en nuestra retina de niños se quedaba impreso aquel fogonazo que nos había quemado gustosamente los iris. Aquel tren era como un sueño porque con mis tíos siempre llegaba aparejado algún regalo, algún juguetillo vano que nos colmaba de felicidad al menos durante cinco minutos. Y volvíamos a la plazoleta, que era cancha de fútbol, la playa de Omaha el día D, la estafeta en San Fermín y hasta el Madison Square Garden en día de combate, especialmente cuando dirimíamos nuestras disquisiciones con los rufiancillos de la calle Belchite, que una vez por semana querían arrebatarnos aquel Jardín del Edén.