EL LOCO ERA YO
Iba caminando. Escuchaba y cantaba para mis adentros (pero moviendo la boca) una coplilla que dice algo así que cómo me duele cuando me miran de lado tus ojitos verdes ¡Cómo me duele! Yo iba exactamente con Salomé Pavón, toda rota de melancolía en mis auriculares. En éstas se me cruzó una señora que gritaba enfadada como una cafetera a punto de estallar y haciendo hasta pucheritos con su boca burbujeante. ¿Qué le pasa?, le grité. Se me quedó mirando ensimismada. «Escucha, espera un momento», musitó al cuello de su camisa. ¿Y a usted?, me espetó. –Nada. Que pensé que necesitaba ayuda. Me clavó sus ojos color marrón glacé en mi mismo iris y me dijo que si era gilipollas. «Yo o usted», le pregunté. Salí corriendo. Los auriculares fuera de las orejas, las gafas de sol en la mano y la vergüenza en los pantalones. Yo cantaba y ella discutía por teléfono. Salomé Pavón era mi inspiración y mi desconsuelo; ella estaba de bronca con sus fatiguitas al manos libres. Y en mitad de aquel absurdo tecnológico, me precipité en ofrendar mi ayuda a alguien que se valía por sí misma y a la que se ofreció para nada un tipo ensimismado con gorra y gafas de sol cantando los ojos verdes de la Pavón. Fue al lado de Alcampo, donde la parada del autobús y frente a la comisaría cúbica de la Policía Nacional. Yo era el loco; usted, a lo mejor, aquella señora grácil; la mujer cuerda que discutía con la nada de los teléfonos inalámbricos y de la que pensé que necesitaba ayuda. Comunicación, al mundo le falta comunicación. Estamos tan conectados que nos hemos convertido en solitarios castillos de ira. Fantasmas que hablan a la nada y predican en el desierto de los pinganillos del ‘bluetooth’. o Este artículo lo he publicado en Diario LA RIOJA