JUSTO

He recorrido unos cuantos kilómetros de mi vida taciturna al lado de Justo Rodríguez persiguiendo historias para que me las alumbrara con su talento de ojo que todo lo ve, de ojo carismático, de tercer ojo de Lobsang Rampa que se lo habían abierto en la frente para tener la visión del aura. Y es que Rodríguez sobrevuela con su mirada las simetrías imperfectas del mundo, ahonda en los tipos a los que retrata con armonía sigilosa de gacela, como si desapareciera cualquier tensión en una mirada que en el fondo sigue siendo la de aquel niño al que Manolo Chopera le dio un billete de 500 pesetas en la vieja Manzanera cuando aquello era un verdadero capital y San Mateo un misterio insondable. Le he visto despeñarse hasta el fondo de un barranco en las profundidades de un bosque para conseguir una foto única de Ignacio Echapresto con su delantal impoluto buscando setas de invierno en las faldas de Moncalvillo. ¿Le ha pasado algo a la cámara?, le pregunté... Emergió del barro con su máquina seca y la barba descuidada pero sinceramente informal como si se la aliñara Francis Bacon en su estudio repleto de caracolas. Eso sí, en el fondo estoy convencido de que nunca me va a perdonar las horas de volante que se ha tragado mientras yo le iba contando las historias más disparatadas, batallas perdidas contra molinos de viento o aquel día que se nos apareció Morante en Salamanca por la mañana en un hotel de gran ciudad y lo retrató con la ternura de una voz que apenas se sentía y un sol vago y distante que ya amagaba con el otoño. Aquella copa, aquel juego de sombras, la tormenta por la tarde en la Glorieta, y una luz de Alfaro que se resbalaba por la muleta de Diego antes de llorar como dos niños este pasado agosto en Bilbao. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja