Suelo pasar por la cárcel cuando me arreo esas caminatas que me doy desde el verano y que me están haciendo descubrir otro tipo que habita en mí y al que hasta ahora prácticamente desconocía. Al principio, para no escucharme, me ponía cascos y me entretenía con música y podcast, pero ahora prefiero caminar a solas con el personaje que me acompaña para charlar con él y rebajarle los humos. Les decía que me acercaba a la prisión y era esa hora rara e indefinida del atardecer, cuando las siluetas dejan de ser precisas y todo comienza a confundirse más de la cuenta. La cárcel, sin embargo, acongoja por su evidencia, por sus torres prefabricadas e inalcanzables, y por la sensación absoluta de desamparo que contiene todo el frío que emana de sus muros. Salió de la puerta principal una mujer de media edad, de media estatura y de media melena. Vino hacia mí como si me estuviera buscando, con los ojos ateridos y una mirada difuminada de lágrimas. Me estremecí. Yo caminaba pero en el fondo iba dando pasos hacia atrás para no cruzarme con ella. Pasó a mi lado y me ignoró como quien se sacude a un fantasma. Parece muerta, me dije. Rota, desvencijada, hundida…, caminaba sola, con pasos imprecisos pero huyendo de todo aquello. Continué caminando y diez o veinte metros más allá no pude resistirlo y me di la vuelta. Su media estatura y su media melena se alejaban entre el silencio y la oscuridad hasta que se convirtió en un punto indescifrable con la noche cernida ya sobre el horizonte. Me dieron ganas de preguntarle, de saber de ella, su historia, quién tenía dentro. Pero como un buen cobarde me di la vuelta y proseguí mi camino con ese personaje que ya no paró en toda la tarde de hacerme preguntas. ¿Y tú eres periodista? o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja