ANTE LA TUMBA DE JONATHAN SWIFT

A veces, aunque esté tan ocioso como un libro en un centro comercial, no me da tiempo ni para pensar. Las horas mueren a borbotones, se desprenden aciagas como hojas de un calendario con todos sus días vencidos y se resumen en la pereza que me dan las tertulias que analizan el desvarío de nuestros políticos, la oceánica incapacidad de Lopetegui para juntar once estrellas o la sucesión de hechos bárbaros que últimamente atenazan a las buenas gentes de La Rioja. Me bombardean el ‘washap’ con muertos, accidentes y catástrofes. Estamos rodeados de subterfugios, con el dolor de proclamas preñadas de disoluciones, con avisos infaustos que atenazan el alma. Niñez de niños idiotas es lo que ahora hemos convenido llamar a una madurez inhóspita y vacía que se alimenta de sus propias desmesuras. Escribo mientras vuelo más allá de las nubes y no quiero ser consciente de que apenas un diafragma metálico me separa del vacío. Buceo en la ilusión de que soy indestructible como el gigante de los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, como su propio epitafio convertido sólo en piedra visitable en uno de los estómagos de la Catedral de San Patricio de Dublín, que es como una nave varada en medio de un discurso extraño de pubs, sucedáneos de restaurantes chinos y peregrinos que se anudan por sus calles retratando el cielo y comiendo algo parecido a unas esporas que llevan a sus bocas en artilugios de plástico. El hombre contemporáneo come hasta por los codos porque tiene la sensación de que nunca está en casa. La verdadera ironía es una expresión del sufrimiento, dijo T.S. Eliot de Swift, al que no puedo imaginar pagando siete euros y pisar su propia tumba al perder para siempre a su amante Esther Vanhomrigh para la que se inventó el nombre de Vanessa. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja