CHET Y EL RUMOR DE UN MUERTO

Chet Baker se murió hace treinta años cuando no llegaba a los sesenta y tenía la cara más arrugada que la rodilla de un ciclista, que es lo que nos dijo en una conferencia en la Escuela de Artes de Logroño Fernando Arrabal para describir la belleza mosaica y final de Gala Diákonova, la musa a la que Salvador Dalí amaba más que a su madre, más que a Picasso y más incluso que al dinero. Chet murió al caer –o ser arrojado– desde el tercer piso de un hotelucho infecto en Ámsterdam, donde tocaba en locales oscuros como las cavidades carnosas de su boca desdentada y se pinchaba los asesinos ‘speedballs’, que eran los combinados mortales de coca y heroína con los que alardeaba que se ponía hasta el culo. La droga había arrasado toda su belleza juvenil, es difícil –mejor dicho imposible– encontrar un hombre más atractivo (e inmensamente bello) que el de la portada de ‘For Lovers’, una de sus incontables obras maestras. No ha existido nunca una trompeta que llorara como la suya y llevo varias semanas enredado en sus baladas primogénitas; incluso cuando canta ‘My funny Valentine’ de Richard Rodgers da la sensación de que la belleza de un James Dean con trompeta se te va escurriendo por los dedos aunque no pueda dejar de mirar su desgraciado rostro final amarrado a Ruth Young, su novia última e imprescindible de ‘Autumn Leaves’. Los surcos de Baker me recuerdan a los paisajes áridos de Alfanhui, de Rafael Sánchez Ferlosio. La cara de un muerto en la que sólo brilla la belleza de la mirada de aquel Chet juvenil que se había desvanecido para siempre en el rumor de jeringuillas y pedos siderales. No hay día que no le escuche llorar y hoy ha sido uno de ellos. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja