YA NO PIENSO

Les voy a hacer una confe­sión: ya no pienso. No se crean que no me cuesta un esfuerzo, que no me provoca dolores por la generosa amplitud de la cartografía de mi cabeza el titánico trabajo de ex­primir mis obturadas meninges para obtener una mínima gota de inteligencia en el mar infinito de sudores sin apenas fruto. Mi mente se ha convertido en una sustancia abrupta y reseca en la que se enroscan todas mis terquedades como un muro liso y sin un pliegue en el que introdu­cir las uñas para no deslizarme por los abismos donde apenas re­suena el eco de mi debilidad. Pensar me resulta a estas alturas un ejercicio tan duro y tan radi­cal que he llegado a la conclusión de que la naturaleza no me ha dotado para semejante atrevi­miento. Por eso me he rendido a la evidencia de la incapacidad que me adorna y prefiero aso­marme al espectáculo de ver al resto de mis privilegiados congé­neres exponiendo sus ideas en el duro invierno de la desolación y la crítica. Mejor no pensar; mejor dejarse llevar por el razonamien­to de los otros, especialmente de sus señorías los diputados, esa asombrosa colección de genios que anteponen por sistema el in­terés general a lo que verdadera­mente importa. En los escaños del Congreso se sientan dioses de la oratoria y me encanta verlos flotar como nenúfares en un es­tanque de grupo en grupo mer­cando una sonrisa para que Aitor Esteban y sus camaradas arania­nos decidan cada día el futuro de España. No pienso, prefiero no pensar para que no se escurran estas barbaridades que no me de­jan dormir, que me provocan su­dores e irritaciones por la parte del cuerpo que se suele confun­dir con las témporas. o Este artículo lo he publicado en Diario LA RIOJA