UNA HORMIGA ENTRE MILLONES
A veces la sensación es de dolor. Simple. Llano. Cortante, adherido a la piel. Otras ocasiones es de angustia: se contraen los músculos y se convierten en puro hielo afilado como un estilete. Es el frío lo que más daño hace. Te levantas por la mañana sin nada que hacer, ni nada de lo que hablar, sin pensar otra cosa que no sea cómo lograr que pasen las horas sin que suceda la más mínima cosa entre unas y otras. Da lo mismo las seis que las tres, las dos que las doce. Es irrelevante cualquier momento porque todos y cada uno de ellos gravitan en la pesadez del vacío. No hay nada pero se acumula como una losa: las series, los libros, las canciones. Cuando desaparece cualquier sensación es que por fin has logrado quedarte dormido y como eres tú pero no hay nadie para explicarlo la quemazón desaparece. Está ahí metido y no sabes cómo salir porque nadie te había dicho que estabas dentro, que eras parte del enjambre, hormiga entre millones de hormigas, una gota de agua dulce en el mar imperturbable de John Locke, el pensador británico que fundó su ataque contra la poesía por su pretendida inutilidad. Locke quería privilegiar los saberes científicos en su creencia sobre la inmunidad del pragmatismo frente a la pretendida irrelevancia de las palabras. Las cosas son más importantes que las palabras, aseguraba. Pero no hay nada sin palabras, ni siquiera el dolor tiene explicación más allá de uno mismo si no es posible su relato. Para él un hombre ha de ser capaz de rehusar la satisfacción de sus propios deseos, contrariar sus propias inclinaciones y seguir solamente lo que su razón le dicta como lo mejor. Locke no estaba loco pero no entendía que el fundamento último del hombre, al menos en mi caso, es el mero disfrute de la utilidad de lo inútil, como escribió Nuccio Ordine. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja