He sentido tanta vergüenza con el espectáculo tan descomunalmente soez que ha dado buena parte de la clase política en el XX aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco que dan ganas de dimitir como ciudadano. Miguel Ángel Blanco es el símbolo de la España democrática; la resistencia y el coraje más cívico y civilizado ante el imperio del terrorismo totalitario de ETA, sus secuaces, acólitos y aduladores. A Miguel Ángel no lo mataron por ser del PP, lo asesinaron con toda vileza (como a otros concejales de su partido y del PSOE) por ser español, por defender en el País Vasco el Estado de Derecho, la Constitución y la libertad. La conmoción que provocó su sumaria ejecución pregonada con una cuenta atrás que proclamó la banda asesina sin el más mínimo rastro de compasión, sacó a los ciudadanos de todos los puntos cardinales de España a la calle (por cierto, las manifestaciones en el Cataluña fueron impresionantes) para proclamar el asco, el hartazgo y denunciar el intolerable chantaje de ETA. Creo que ha sido la última vez que España ha sentido orgullo de país, coraje de sí misma. Hubo tanto miedo que el nacionalismo, avergonzado y casi vencido, tuvo que replegarse y contraatacar porque había perdido la calle y la razón, porque no había sido capaz de liderar su estrategia antiespañola sin que ETA dejara de mover al árbol. Veinte años después nadie se acuerda de Espíritu de Ermua y su profundísimo significado, entre otras cosas porque nadie se ha ocupado de fomentarlo, recordarlo y cuidarlo. Veinte años después hemos asistido a una burda utilización de la memoria de uno de los mejores, un mártir de la libertad al que asesinaron por ser español y ejercer sus derechos frente al fascismo etarra. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja