No hace mucho tiempo alguien me pidió que le describiera, que realizara un ejercicio funambulista con las palabras y, como si fuera un escultor, moldeara una figura recreándome en apenas unas sombras. Un esbozo de partida mínimo y desde ese renglón, comencé a descubrir que aquello que imaginaba no era esa persona que provocó mi inventiva; era el yo mismo más oscuro y menos solícito el que comenzó a atravesar mis estancias más recónditas para hacerse táctil con el traqueteo de las yemas de mis dedos sobre el teclado. Un yo profundo e íntimo que se me aparecía como un absoluto desconocido; una especie de personaje extraño y familiar a la vez, como cuando tocas una barra de hielo y la sensación es que te está quemando. No es fácil acceder a uno mismo y no asustarse, no es sencillo comprobar cómo cualquier cosa de la realidad no es más que un bosquejo de nuestra propia sombra, nuestro destino como un círculo infinito que siempre tiende a mirarnos de frente y a quedarnos solos con nosotros mismos, con lo más incomprensible de nuestra arquitectura personal, con los temores y las bagatelas que a veces nos inundan. Por eso recomiendo no pensar en nada más allá de la tibieza, aunque yo no sea capaz de hacerme nunca ni el menor caso puesto que escarbar en mis propios abismos me produce una suerte de dolor placentero; no anestésico, pero que tiene un punto de euforia en el que subyacen buena parte de esos naufragios grandes y pequeños que en ocasiones me acosan. No soy partidario de los eufemismos en la escritura, prefiero las palabras esdrújulas a las consonantes y el frío que hiela más que un beso con guante de seda. Por eso se lo cuento, para que nunca se fíen de lo que escribo. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja