SUEÑOS

De pequeño tenía dos sueños recurrentes. En el primero me veía tumbado sobre las vías en la trinchera del ferrocarril y asistía inmóvil e impotente al bufido de una locomotora que no terminaba nunca de atropellarme. Veía la máquina acercarse desde lejos a toda velocidad y sentía cómo era incapaz de levantarme y evitar aquel tormento interminable. Tenía los brazos y las piernas fundidos con los raíles, me pesaban tanto que no había manera de moverlos. Y por si fuera poco, el tren –a toda velocidad– nunca me asesinaba aunque yo ya me consideraba hombre muerto. Era una sensación terrible de impotencia, pero muy diferente a la que me arrasaba en el otro duermevela: me acosaba el miedo de caer desde lo alto de las torres de La Redonda y ensartarme en los picudos barrotes de hierro del entramado de rejas que protege el retablo pétreo de su fachada. No sentía nada, había un silencio casi reconfortante y desde lo alto me veía atravesar la plaza del Mercado a todo correr completamente desnudo. Abría los ojos y tenía el pecho atravesado por un pincho de la reja barroca pero no me dolía porque no sentía ni un ápice de mi cuerpo, el mismo cuerpo que corría aterrado de un lado a otro camino de Portales. Recuerdo estos sueños adolescentes mientras leo asombrado el inquietante porcentaje de muchachos riojanos que han pensado en suicidarse, un número tan absurdo como absurdos y necios eran aquellos sueños juveniles que me asaltaban por la noche inmediatamente después de cerrar los ojos. Era como un abrazo con la muerte. Me metía a la cama esperando a que llegaran y me invadiera un miedo al que no temía porque llevaba en su costado un singular aroma a lo imposible. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja