Hoy debe de ser San Fermín; mejor que el sexo, que escribió en su Plaza del Castillo mi admirado José Antonio Iturri, del que tanto aprendí en la primera redacción de mi vida o en aquellas conversaciones en la barra del Don Carlos o en el Fitero de Estafeta, donde se amparaba en un Campari y en dos o tres aceitunas, no más. La primera vez que estuve en Pamplona me llevó mi padre y aluciné con aquella madrugada con miles de tipos por las calles en una especie de coreografía extraña de luces y sombras teñido todo de un rojo anaranjado y desalentador de amanecida. Luego, de más mayor, quedé rendido en un parque y me abrigué con un periódico en el sin duda ya escribía Iturri, al que sin apenas conocerle, unos años después –cuando fui pre-becario en aquel periódico que me dio calor– me llevó a una barriada a dormir donde cada calle tenía nombre de árbol. No sabía si había quedado en la glorieta de los Castaños o en la avenida de las Higueras abigarradas, en la plaza del Níspero del Japón o en la calle del Pino de Calabria. Anduvimos en su coche dando vueltas por el barrio, hablándome de los toros y del periodismo, del sombrero de cerezas de Paco Apaolaza (que era su amigo) o de un cura de Berriozar que iba todos los años a ver los morlacos a los corrales del Gas; éste no sé si era amigo suyo o se lo inventaba, pero siempre que me acerco donde descansan los bóvidos bicornes del encierro coincide que hay un cura, cosa nada rara en Pamplona porque los curas vestidos de curas no son ninguna novedad en la capital del talludo reino. Iturri me describió una Pamplona travestida de nada antes y después de San Fermín: todo más allá de la rutina. «Mejor que el sexo», querido Pablo. Yo, en mi condición de pre-becario, no entendía nada. Ahora, en el destierro pamplonés, tampoco, aunque mejor que el sexo no haya nada. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja