NO ME QUEDAN SITIOS PARA LLORAR
A veces pienso que en Logroño apenas me quedan sitios para llorar, lugares remotamente cercanos para que la memoria se desoriente embozada entre mis recuerdos de aquellos grupos de viejillos que paseaban como deambulando hacia ninguna parte y que tanto echo de menos ahora, cuando las calles se entreveran de ciclistas y ‘runners’ adosados a sus auriculares de estaño. Hace unos días me dio por hacer un experimento entre ridículo y cochambroso: me fui a caminar tratando de ser una de esas estatuas relamidas por la herrumbre del tiempo y pasar desapercibido y contemplar una ciudad que cada día se encuentra como más deshabitada, más lejos de sí misma, centrípeta y rodeada de decenas de seres autómatas embutidos en su propia soledad. Cuanto más moderno es el paisaje más aburrido me parece todo, más me cansa esa sucesión de calles anchas y parques vacíos sin niños ni viejos. Recuerdo que cuando iba a parvulitos logré la hazaña más grande de mi existencia. Uno de mis abuelos se olvidó de ir a buscarme y fui capaz de ir solo desde las Escuelas Trevijano hasta los confines de Avenida España. Aquel día me sentí una especie de Zalacaín el Aventurero trepando en solitario por la Gran Vía y cruzando los semáforos a sabiendas de que quizás, algún malvado malviz quisiera secuestrar a aquel perillán de piernas raquíticas y temblorosas que un día fui. Pedí agua en la cafetería Niza de Vara del Rey; ni me atendió el camarero (nunca se me olvidará). Pero recuerdo que al lado de casa de mis padres, el señor Mundo, alma máter de Bar Bodeguina, sació mi sed y me dejó recoger del fondo de la barra de su bar todas las chapas que quisiera. Llené el estómago de aquel líquido de pozo sin tuberías y mis bolsillos de promesas. Era el más valiente de mis amigos, el único capaz de cruzar el Serengueti con luna nueva. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja