POUSO

En apenas dos semanas llevo otros tantos partidos de fútbol profesional en mis retinas. Algo realmente inaudito en un tipo que no le entusiasma el deporte pero que casi todos los fines de semana acompaña a sus hijos por esos campos de hierba artificial y los distintos pabellones en los que los muchachos ejercitan sus sueños con un balón. El primer encuentro fue un tostón y estaba el campo lleno. Menos mal que cada vez que cogía el balón Piqué se montaba una tremolina porque era lo único capaz de mantenerme despierto en aquel abuso con los pobres luxemburgueses, tan ramplones e incapaces de tirar a puerta que más bien parecían caracoles. Unos días después estuve en la Copa del Rey. Increíble, me dije a mí mismo mientras disfrutaba de una bolsa de pipas y le comentaba a mi hijo que no notaba diferencia alguna entre las privilegiadas huestes del Marqués y los muchachos del bueno de Pouso, al que expulsaron (no sé por qué) y al que me asomé a ver en la grada, con la cara hecha un poema en una especie de mueca entreverada entre la impotencia de no pisar la hierba o la manera inopinada en la que los de Murcia empataron el partido. Allí Pouso, vasco con corazón gallego, al que dan ganas de abrazar por esa pinta que tiene de tío bueno y que da la sensación de que te lo puedes encontrar de vinos con sus amigos por cualquier bar de barrio. Me aburrió el partido, penales incluidos, pero me entusiasmó la sencillez hermética del míster, tan alejada de la prosopopeya argentina o del ‘bienquedismo’ de Vicente del Bosque, inflamado con el choteo de los pitos a Piqué y callado como un muerto ante la brutal pitada al himno en la final de copa. Los fines de semana no hay himnos en esos campos de hierba artificial, ni Piqués, ni futbolistas millonarios, sólo niños que corren y padres ateridos contándose batallitas. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja