NO HAY ENCIERRO SEGURO

Siempre he pensado que en esto de los toros hay dos tipos de personas, las que son capaces de bajarse al ruedo y los que preferimos la comodidad del tendido. Creo que como en la vida misma, existen criaturas que deciden ser protagonistas, actores de reparto, directores, simples espectadores o lo que es peor, críticos taurinos como es mi caso, que no nos ponemos pero tenemos el desahogo de decir dónde se han de poner los demás. Acabamos de asistir con estupor a la muerte del joven calagurritano Miguel Ruiz Pérez en un concurso de anillas con vacas en Lerín, una muerte brutal producto de una cornada irreversible. En la tauromaquia, igual que sucede con el montañismo -por ejemplo-, el riesgo es impredecible puesto que el toro (o la vaca) tiene reacciones incontrolables que pueden sorprender al recortador, corredor o torero más experimentado. Miguel lo sabía y lejos de abandonar su pasión, la siguió ejercitando durante años porque frente al toro se sentía el ser más feliz y realizado del mundo. El toro bravo lleva prendida la muerte en su anatomía y por mucho que se profundice en la seguridad pasiva de los encierros (vallados, cabestros, recorridos, ambulancias, pastores, directores de lidia, policía...) siempre existirá una cuota de riesgo incontrolable; de ahí su fatalidad y también su grandeza. El que salta al ruedo sabe lo que se juega; a no ser que esté beodo o se quiera hacer un ‘selfie’ con un Miura pisándole los talones. Por cierto, ésta es la cuota absurda e irresponsable que tiene cualquier actividad humana y de la que no se libra tampoco la tauromaquia. Los encierros totalmente seguros son imposibles a no ser que no haya toros ni vacas por las calles. Pero claro, ya se sabe que estamos en verano y hay que hacer sesudas reflexiones para seguir atacando a la tauromaquia. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja