UN CIELO ANARANJADO
Un cielo anaranjado que se tornasoló tras la tormenta del martes por la tarde en una infinidad de matices que iban transformándose a cada instante. Un cielo conmovedor que pareció respirar tras el chaparrón y que se fue recreando en sí mismo en una especie de batalla luminosa frente al ocaso. Hacia el este, un tímido arcoíris lejano y estrecho; hacia el oeste, algo fascinante: una turbamulta de colores y nubes que fueron difuminándose jugueteando con los rayos del sol para colocar en el cielo riojano una especie de velo intangible anaranjado que rebotaba contra las fachadas, los jardines, los adoquines de las aceras y las propias nubes generando una atmósfera extraña en la que se fusionaban el horizonte y la corteza. La sierra de Cantabria parecía detenida en el tiempo en esos segundos en los que temblaban sus perfiles como si estuvieran calcinándose. A todo esto, hubo que sumar ese aroma húmedo que dejan las tormentas, ese recuerdo a musgo, a asfalto mojado, a calor que se traspasa de la piel a la mente. El fenómeno, además, no fue cruelmente corto. Duró un tiempo extrañamente remoto que fue capaz de situarnos es una especie de irrealidad para ser plenamente conscientes de que estábamos siendo inundados y traspasados por una belleza extraordinaria y aplastante, como una sinfonía con varios movimientos que luchaba con su porvenir rindiéndose perezosamente a la evidencia de que al final las tinieblas acabarían apoderándose de todo. Sin embargo, la derrota del sol del martes fue lo suficientemente larga para dejarnos un buen rato atribulados mirando al cielo, contemplándonos también un poco a nosotros mismos y no a las pantallas de los móviles ni a la televisión. El tiempo se contuvo con un sol enfrascado en sí mismo mientras las nubes se confabulaban contra todas las rutinas. #Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja