El Ayuntamiento de Logroño aprobó ayer conceder la Medalla de Oro de la ciudad a Lorenzo Cañas, uno de los personajes más extraordinarios de cuantos he conocido en mi vida y no por su categoría como cocinero (que es gigantesca), sino por algo mucho más importante: por su absoluta grandeza personal, por eso que se suele denominar como bonhomía (afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento) y que en el caso de Lorenzo viene siendo un reflejo de sus quehaceres cotidianos desde que lleva dando guerra en este valle de lágrimas. Lorenzo, como me dijo un día Pedro Subijana (uno de sus grandes amigos), representa la esencia de la cocina, del trabajo y de la generosidad. Es cocinero desde el amanecer hasta las últimas claras del día, y bien entrada la noche, cuando para de trabajar (si es que en algún momento es capaz de hacerlo), te cuenta mil y una anécdotas de cómo se cocinaba en el Gran Hotel, o el Amparo de Madrid, en Zalacaín, en Horcher o en tantos sitios donde le respetan y le aman generaciones de cocineros contemporáneas suyas o de jóvenes chefs que ven en su ejemplo la fidelidad y el amor a una profesión que lleva dignificando durante décadas. Todas las reseñas hablan de que La Merced fue su gran obra y no mienten; pero más importante que aquel restaurante (considerado en su momento por los críticos como uno de los diez mejores del mundo) es la inmensidad de su legado. Eso por un lado, y por otro, la forma en la que fue capaz de sobreponerse a su fracaso económico y renacer de la ruina con nuevo restaurante esplendoroso y sin la más mínima mota de rencor. Su cocina es la más limpia del mundo (se puede comer en el suelo) y es así porque como comentaba Mikel Zeberio a un grupo de alumnos del Basque Culinary Center, es puro reflejo de su corazón.
# Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja