UN MILAGRO EN DAROCA DE RIOJA
Si algo he aprendido desde que me dedico a escribir sobre el mundo de la cocina y la hostelería es que los proyectos gastronómicos son cuestiones vitales. La mayoría de los espacios que funcionan es porque detrás de las barras, de los fogones, de los obradores o de las cartas de vino existen personas apasionadas que viven por y para su trabajo, que empeñan sus mejores años en sacar adelante historias que antes habían tenido forma de sueños. Esta semana hemos sabido que una de las revistas más prestigiosas del mundo, la celebérrima ‘Wine Spectator’, ha concedido al restaurante ‘Venta Moncalvillo’ de los hermanos Carlos e Ignacio Echapresto un premio que en España sólo está al alcance de templos gastronómicos universales como El Celler de Can Roca, Atrio o Sant Celoni. Y a mí, la verdad, es que me parece un milagro que dos hermanos tan sencillos, tan humildes y tan trabajadores como los Echapresto, hayan conseguido tantas cosas partiendo desde de cero. Recuerdo como si fuera ayer, casi como una casualidad del destino, la primera vez que comí allí. Fantásticamente bien, por cierto, pero absolutamente impensable que la evolución de aquel local primigenio se viera ratificada años después con la estrella Michelin (la segunda en la historia de La Rioja) y a continuación, entre otros muchos galardones, por un premio que lo coloca a la altura de los mejores entre los mejores en el trato y el servicio del vino. Pero mucho más allá del oropel de los reconocimientos, está el trabajo del día a día, el esfuerzo por superarse constantemente, por mejorar, por crear nuevas vías de mercado sin perder un ápice ni sus señas de identidad ni la humildad que los ha hecho grandes. Tenemos en La Rioja un milagro gastronómico y está en un pequeño pueblecito –Daroca de Rioja– al que merece la pena ir al menos una vez en la vida. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja