A VECES, EL AMOR

Hacía tiempo que no me emocionaba en el cine como me sucedió hace unos días en Actual gracias a la película francesa ‘Los chicos y Guillaume, ¡a la mesa!’, una bellísima narración autobiográfica sobreseída de cualquier pedantería ridícula y convencional en la que el protagonista (real y cinematográfico) hacía un recorrido por su vida para encontrar su identidad sexual y, obviamente, su felicidad. Guillaume era un chico que se veía como una chica y que al principio entendía lo femenino como reflejo exclusivo de la personalidad de su madre, a la que admiraba e imitaba sin salirse un milímetro de su propia piel. Poco a poco se fue dando cuenta de que en el mundo había más mujeres: sus tías, por ejemplo. Guillaume vivió un periplo de atracciones y desafecciones, de dolores inmensos porque él era en extremo delicado, torpe máximo para las actividades físicas pero un consumado maestro baliando sevillanas como se supone que lo hacen las mujeres. Una de sus tías, a la que no le dejaban frecuentar hombres y se lo hizo con todas las compañeras del internado, le recomendó que para conocerse había que probar. Y Guillaume probó, mejor dicho, intentó hacerlo sin demasiada suerte, aterrorizado por la idea del macho exclusivamente penetrador, del macho alfa que impone su inapelable ley sexual. Guillaume alucinaba con los gestos femeninos, por la respiración de las chicas, incluso con Sissí emperatriz. Hasta que un día, después de probar sin haber probado, de sudar sin haber sentido ninguna otra piel, apareció Amandine y clavó sus ojos en su mirada esquiva como si desde ese primer instante no hubiera otra obsesión posible que ella. Se sabe que se amaron y que su madre, que había sido feliz con su reflejo, sonrió al fin al darse cuenta de que a veces el amor es inconmensurable. # Esta columna la he publicado en Diario La Rioja