SOMOS ASESINOS

El caso de Asunta me conmueve hasta límites inimaginables. La muerte de un niño es tan irreverentemente cruel y tan conmovedora que no hay absolutamente nada en el mundo que pueda paliar tanto dolor porque es imposible. Veo a mis hijos, a cualquier chaval que ande por la calle correteando detrás de un perrillo, subido a un patinete o tirando piedras a un estanque, con esos ojos tan abiertos, tan ávidos de luz, tan queriéndose comer la vida, que no hay palabras para identificar la maldad tan profunda y bestial que puede embriagar a cualquiera para apagar semejante llama. En ocasiones me pregunto si existe alguna especie tan salvaje como la nuestra, tan brutal, tan asesina, tan poco considerada con los demás, especialmente con los más débiles o con los que son incapaces defenderse. Cada vez que matan a un niño tengo la sensación de que nos asesinamos un poco a nosotros mismos, de que como especie hemos fracasado sin paliativos, de que el Holocausto se vive cada día con la indiferencia del que mira los titulares y se entera de que, por ejemplo, acaban de morir mil niños en Kurdistán y pasa la siguiente página y aparece Belén Esteban confesando que se coloca. Así somos, en eso nos hemos convertido, en deglutidores de basura emperifollada, cincelada, liofilizada y empaquetada en el vacío del alma para que sigamos consumiendo nuestra propia inmundicia. No sé si a Asunta la han matado sus padres, poco importa. En realidad creo que a ella y a todos los niños que matan todos los días los asesinamos todos en conjunto, en silencio, mirando para otro lado, escudriñando entre las ventanas los claroscuros de nuestra conciencia, a sabiendas de que en cada uno de nosotros quizás respire un animal descarnado y salvaje que habita allí donde duerme la noche más oscura del alma. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja.