
Cuando era niño y empecé a engordar uno de los pequeños matones de mi barrio me llamó «gominola». Podía haberme dicho cualquier otra cosa (gafoso, por ejemplo, que también lo era; calvo no porque la alopecia todavía iba a tardar unos años en causar el evidente estrago). Pero no, me llamó «gominola» sabiendo que yo no era precisamente un tirillas y que su maldad adolescente iba a destruir sin miramientos mi querida autoestima. Vale. Estaba –y sigo estando– gordo; pero aquel apelativo me dolió en lo más íntimo de mi ser. Yo me decía que siempre había habido gordos, hasta dos viejos toreros, uno apodado ‘El Gordito’ y el otro ‘Cara-Ancha’, de los que me hablaba mi abuelo, me explicaban en sus retratos de ‘La Lidia’ que en el mundo también había sitio para los obesos (maldito eufemismo). Me costó acostumbrarme, es verdad; pero intento ahora ponerme en la piel de las muchachas que se ven gordas ante el espejo y el odio que sienten ante la comida por ese modelo de belleza tan brutal que se impone desde los Mass Media y me echo a temblar. Somos lo que comemos; de hecho la comida es la vida y resulta paradójico que se pueda convetir en la muerte. Conviene pararse y reflexionar, apuntalar nuestras creencias y como educadores abominar de ese modelo único de bellezas escuálidas, casi yertas, palillos andantes sin formas que deforman la imagen de nuestras adolescentes.
# Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja