LA ANOMALÍA FRÍA
He leído por ahí que no va a haber verano. Bien mirado, uno tiene la sensación de que en España estemos viviendo un invierno perpetuo desde hace casi un lustro, quizás más. El verano es sinónimo de calor y de fiesta, de vacaciones, de turismo, de enoturismo, de playas abarrotadas y montañas llenas de aventureros de fin de semana. Sin embargo, a mí el verano me evoca a esas tardes lánguidas de paseo por una ciudad casi desierta en la que se desploman los pajaritos de los árboles abotargados por la canícula. El verano también son las fiestas de los pueblos, las comilonas, las Norias y cuando era pequeño y antes de aprender a nadar en la piscina mediana de la playa del Ebro, Puente Madre, con aquel Iregua apenas perceptible alfombrado de cantos donde mis torpes tobillos coqueteaban con todo tipo de torceduras porque yo desde que era pequeño me signifiqué como un patoso sin remedio. Los meteorólogos andan a gorrazos desmintiéndose los unos a los otros como si fueran diputados y los más optimistas explican que las predicciones más allá de una semana están abocadas a errores drásticos. Sin embargo, los franceses de Méteo ya avisan de que este verano no va a existir debido a una anomalía fría, a lo poco tibias que se encuentran las aguas de los océanos y a no sé qué juego de estadísticas que pronostican días de frío, seguidos de escuetos pero despiadados golpes de calor y coronados después por violentas tormentas. No me fío ni de unos ni de otros, pero el agua suena turbia, estamos en las desinencias del mes de las flores y hace un frío que pela. Se asoma el sol apenas unos segundos para escabullirse entre los cumulolimbos, los cirros y los estratos despidiéndose sus rayos cuando apenas han acariciado nuestros rostros gélidos. Zapatero se va a hartar de contar nubes, menos mal que Rajoy le seguirá echando una mano. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja